Días soñados

26 de agosto de 2001.

¿Por qué somos tan necios que presumimos de civilizados? ¿Es más civilizado correr en verano de un sitio para otro buscando lugares exóticos y aventuras de riesgo o bien buscar un lugar solitario en la montaña, quizá en un monasterio, para cultivar el goce del espíritu?

Hace tiempo pasé unos días en un valle, junto a un monasterio cisterciense. Al atardecer, el son de las campanas invitaba a la paz. Los vencejos enloquecidos empezaban a recogerse. Giran, chillan, suben y bajan, como cortando el cielo a rebanadas. Quizá gritan de miedo, aterrorizados porque la luz del día se va y temen que no vuelva más, como si el día que pasa fuera el último en su ciclo vital.

En aquella serenidad del espíritu llegué a evocar el bullicio que a esa misma hora habría en las playas y en los apartamentos en los que con frecuencia se vive tan apiñado. Cuando volví a la ciudad, después de aquellos días, seguía en mis oídos el sonar de las campanas por el valle entre montañas vestidas de verde oscuro, a la hora que llaman “de vísperas”. Es uno de esos momentos en los que parece que hasta la presencia divina baja a nuestra tierra.

Ansiamos la paz. Y en aquel lugar privilegiado reinaba una paz tan palpable que me atreví a pedirle a Dios que me pusiera en sus brazos para contemplar de cerca el vuelo cortante de los vencejos y me arrullara con el sonido de las campanas del atardecer. ¡Hubiera sido el salto más hermoso hacia la eternidad!C .01

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