20 de octubre de 1996.
Con demasiada frecuencia nos echamos en brazos de consuelos ajenos, de la familia o de los amigos. También con frecuencia huimos del dolor, buscando caminos o vericuetos falsos. Deseamos evitar los riesgos y así nos resistimos a ser sinceros, a mirar las cosas de frente, para no admitir un traspié. Ante un descalabro que surge sin esperarlo, cedemos a la «depresión».
Algunos viven con la obsesión de que, si hay algo en su entorno que les pueda herir, probablemente les caerá encima. Como si a lo largo de la vida alguien se divirtiera en descargar sobre nuestras espaldas pesos que no podremos soportar. Muchos viven convencidos de que no hay más remedio: esos vericuetos, esos riesgos, esos descalabros, esa desgracia que nos hiere, ese peso sobre los hombros, caerán sobre nosotros y hemos de conformarnos resignados.
Llega el momento en que prescindimos hasta de los consuelos ajenos que vienen de los amigos o de la familia. ¿No hay nadie que descorra las tinieblas y que nos permita ver luz donde, solos, descubrimos únicamente oscuridad? ¿Por qué no alzamos la vista hacia ese lugar alto y lejano, en que se aspira la alegría del canto, la melodía de una fiesta, en que se recobra el gozo de saber que las cosas no son tan malas, una vez que se acepta serenamente la realidad? C96
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