07 de marzo de 1999.
Cuando subimos por una escalera, sin saber a dónde nos puede llevar, solemos ir mirando hacia un lado y otro, curioseando todo lo que a cada escalón vamos dejando atrás. Como sintiendo nostalgia de lo que vemos abajo y, al mismo tiempo, esperando que arriba encontraremos algo sorprendente y desconocido. Es la actitud que refleja el rezo de la Salve, que nos invita a dejar atrás la tristeza de nuestro pobre mundo y a suspirar por la dicha de alcanzar el cielo.
No me gusta esa idea de que el mundo es un valle de lágrimas. Creo que muchas veces se puede considerar más bien un valle de placeres. Aun admitiendo que el nacer va generalmente marcado por el llanto de un niño y que nuestra salida de esta vida va acompañada de tristes lamentos. Pero ese dolor que corre de la cuna al sepulcro va entremezclado con infinidad de alegrías. Quien se fije sólo en el dolor corre el peligro de matar la esperanza, al poner la felicidad lejos de nuestro alcance, como objeto de puro anhelo nostálgico. Y son muchos los que ven así al cristianismo, como una religión de almas tristes que dejan el gozo para el más allá.
No imagino a Jesús pintando el mundo como un lugar dominado por la tristeza, como un valle de calamidades que hemos de atravesar si queremos alcanzar nuestra meta definitiva. Claro que nos diría que la dicha plena está del otro lado. Pero no negaría que es aquí, en este mundo, donde echa raíces el árbol ideal. Es evidente que, tarde o temprano, tendremos que decir adiós a este dichoso mundo. Pero hay mil razones para ver positivamente y para amar un mundo declarado “’bueno” en el momento en que fue creado por Dios.
Escalando hacia el cielo y mirando a los lados, encontraremos ese paisaje hermoso que nos rodea y podremos valorarlo sin lágrimas y sin miedos.C.99
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