16 de febrero de 1997.
En un invernadero las plantas viven y crecen en el ambiente más adecuado. Gracias a un peculiar microclima, todo se desarrolla de manera tan cierta que, cuando se acaba la oscuridad y despunta la luz del alba, en el invernadero brota una explosión de vida, como un vibrante aleluya a la fecundidad en todos los colores.
Es algo similar a lo que sucede cuando de pronto nos damos cuenta de la increíble energía y actividad que podemos desarrollar dentro de nosotros mismos, cuando comprendemos que estábamos en el mundo perdidos y dispersos más por falta de concentración que por falta de inteligencia.
Concentrar nuestra atención es como concentrar un foco de luz en un punto para darle todo el relieve posible. La madre, incluso dormida, a pesar de los ruidos, escucha siempre por encima de todo el llanto de su hijo.
Si vivimos dispersos, no atendemos al sufrimiento moral que nos está advirtiendo de que algo funciona mal en nuestro interior. El ruido externo a nuestro alrededor nos impulsa a continuar dormidos. Nos abrazamos a las ideas fijas, a las costumbres más viejas que nosotros y no nos decidimos a salir del sueño engañosamente feliz de nuestra infancia. Necesitamos algún lugar especial, un cubículo con un clima apto para poder concentrarnos. Allí repasaríamos una por una las misiones que nos han destinado para vivir y desarrollarnos. Como esas plantas de invernadero que, cuando aparece el alba, explotan con toda la belleza que en la oscuridad llevaban ya dentro. C97
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