22 de mayo de 1994.
En los días pasados pudimos observar el último eclipse de sol de este siglo, un fenómeno astronómico que ha venido repitiéndose en cada década. A través de un negativo vimos cómo la luna iba poco a poco poniéndose delante, hasta oscurecer la luz radiante del sol que se hundía en el horizonte.
Observando el eclipse, he pensado en la sensación que tienen algunas personas de vivir en un mundo que ya no es suyo. Todo les parece distinto, todo les resulta extraño: los modos de vivir, los modos de pensar, las formas de hablar, la misma tierra que pisan parece ser ya de otro color. Educados “en otro mundo”, sienten como si no encajaran ahora en el que les toca vivir. Cada década que pasa, exactamente, parece que corresponde más bien a un siglo. Y ya no nos sirven los modelos con que nos regíamos hace sólo una veintena de años. En el mundo moral, parece que, para el pensamiento de la mayoría, todo ha cambiado. Hemos entrado en una curva de permisividad. Hoy se traga con normalidad lo que no hace mucho parecía detestable. Nadie parece escandalizarse por nada. En el ambiente familiar, las relaciones entre padres e hijos nada tienen que ver con las que nosotros vivimos en nuestra adolescencia y juventud.
No es que no podamos entender que el mundo cambie. Que no aceptemos que se eclipse lo que antes brillaba, que cambie la imagen de nuestra vida como de la noche al día. Pero creo que hay tiempos y cosas en las que hay que avanzar y tiempos y temas en los que uno tiene la obligación de mantenerse firme, aunque por un par de horas se interponga la luna.C.30
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