04 de febrero de 2001.
Con frecuencia, en la dulce penumbra del atardecer, vuelve la pregunta de ¿por qué sufrir por todo y protestar a cada paso por lo que nos toca vivir? Es verdad que lo cotidiano engendra monotonía y muchas veces sentimos ganas de tirar la toalla, desencantados de repetir día tras día la misma tarea. Y ponemos esa cara tan particular, entre la pena y el aburrimiento.
Si tuviéramos esperanza, estaríamos alegres y para nada asomaría ese gesto adusto que manifiesta el tedio. Pero…, ¡es tan crudo el tiempo que ha de pasar hasta que asomen los atisbos de esperanza! No creo que Dios experimente ese aburrimiento ni esa monotonía, ya que lo imagino ocupado en su almacén de almas, atareadísimo en lanzar al olvido las faltas que cometemos. Las va escondiendo en su poderosa mano hasta que, cuando ya no le caben más, las avienta con un soplo para que se pierdan en la eternidad.
Mientras pasa el viento, sueño y le ofrezco la paciencia que me piden los amigos, la ternura que debo a mis allegados y le pido la condescendencia de quienes han de soportarme a diario. Me gusta soñar con Dios, pues un día le puse tras mi frente y ahí sigue. ¿Qué tendrá que tanto amor emana?
¿Por qué hemos de seguir sufriendo si ya hemos aprendido a decir: Belleza, Luz, Amor…? Estoy segura de que esas palabras servirán de algo cuando, al morir, mi voz se apague con la última paletada de tierra. Si he venido al mundo, habré de irme algún día y después volver millones de veces con el viento y poder crear así mi gloria particular, entre el llanto y el tedio. Por eso no me inquieta que, en cada atardecer, con su dulce penumbra, surja de nuevo la pregunta que todos sin cesar nos hacemos: ¿por qué sufrir por todo…?C.01
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