22 de febrero de 1998.
El que cree que de por sí es solitario, a veces echa de menos la compañía, las ruidosas sobremesas, los paseos concurridos, charlando despreocupadamente de lo que se ha visto y de lo que no se ha visto. Echa de menos los atardeceres de regreso, en que la luz se hace casi impalpable, posándose sobre las mejillas y las manos de quienes le acompañan.
El solitario no puede menos que echar en falta a quienes en un tiempo le hicieron reír y también a quienes lograron que alguna lágrima empañara sus ojos, esas lágrimas que él secaba furtivamente, como si alguien le observara. Echa de menos las chimeneas del invierno, en las que no cesa de crepitar la leña aún húmeda, hacia la que acercamos las botas empapadas y las manos ateridas, y algún que otro papel con palabras de amor que se van consumiendo tristemente en el fuego. Sobre todo a ciertas horas del día, el solitario echa de menos lo que llamamos vida en común.
Puede ser que un día se atreva a vestir una careta vistosa, teñida de púrpura y llena de lentejuelas. Se disfraza para pasar inadvertido entre muchos y, de ese modo, aparentar que es otro. Puede ser que resulte divertido parecer otro a los ojos de los demás y actuar de otra manera, como si realmente ya no fuera él mismo. Pero, a pesar suyo, sigue siendo el mismo solitario, cuando, volviendo a casa, tire la careta de purpurina sobre la primera silla. C.98
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