07 de mayo de 2000.
A veces pienso que, entre las telas del corazón, quizá no demasiado satisfecho, late el niño que fuimos ayer. A través de nuestros ojos, como de puntillas, se asomará a contemplar el mundo extraño de los mayores. Y con frecuencia le dejaremos que siga siendo el protagonista de nuestra vida y que se sienta importante como merecedor de esto o lo otro.
Ayer, al mediodía, escuché el tañer de unas campanas que interpretaba el “Ave María”. En esta primavera lluviosa y melancólica que estamos viviendo resulta emocionante escuchar la agradable vibración que llega desde la torre de nuestra querida iglesia. Vibraciones que llevan la paz en el aire que nos sonríe y mantiene sin dejarse a ver, sin que nos demos cuenta. La paz es como el sol que compartimos, como la luz que a todos envuelve; es… la flor de la justicia, la rosa en que se encierran las lluvias de tantas primaveras.
Pero es también la alegría del ser humano que se reconoce en los ojos de los demás y se complace con ella. Es una manera, la única manera de ser más nosotros mismos. Sin paz no hay vida verdadera. Sin paz no hay país que funcione. Por algo, los pacíficos merecen ser llamados hijos de Dios.
El tañido de las campanas no sólo me traslada a mi niñez. Me devuelve la paz interior que en esta lluviosa primavera me hace regresar a ese punto de partida en que comencé a vivir y soñar en un mundo en el que todos al unísono se comprometen a crear un espacio humano para que la vida no sólo sea posible, sino también agradable.C00
Deja una respuesta