07 de noviembre de 1999.
Los trenes tienen un especial atractivo para mí. Quizá sea por la magia que me produce su velocidad. Quizá porque, sin saber cómo, desarrollan en mi mente una cierta inquietud al no saber a qué misterioso destino se dirigen. El tren despierta la sensación de la constancia o del orden, dos virtudes inseparables para mantener tensa la voluntad de quien fija su mirada más allá de los límites que parecen invencibles.
Mirar fijamente a lo lejos sin variar de continuo nuestra meta y perseverar en la tarea sin ceder a la ilusión de que las cosas se resuelvan solas, es nuestra voluntad decidida. Se dice que a las piedras que ruedan sin descanso el musgo no las cubre. Por eso habría que moverse sin dar tregua a que nuestras ideas críen verdín.
Pero los problemas no se resuelven solos. Día a día hay que poner sobre el tapete un empeño constante. Como hay que clarificar las metas que nos proponemos y que serán el motor de nuestra voluntad. Al subir al tren de la vida, no puede fallar la claridad de los propósitos. De otra forma, no lograremos divisar y menos aún sortear los obstáculos.
Los fallos inevitables en el camino se verán compensados por la satisfacción de sentirnos dueños de la rueda de nuestro destino, sin dejarnos amilanar por los contratiempos que surgirán inesperadamente entre los ejes de nuestro tren.C99
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