24 de noviembre de 1996.
A veces despreciamos «la esperanza», a pesar de que tanto hablamos de ella al tropezar con una dificultad. La miramos como algo que se añora, algo que hay más allá, en un lugar donde se encuentra agazapada la felicidad.
A veces convertimos la vida en una empresa triste, que deja el gozo para el otro lado, ese desconocido lado en el que muchos han depositado su forma de vivir.
Pienso así, cuando oigo hablar tan a menudo de este valle de llantos y penas. Si lo analizamos bien, es verdad que, cuando nacemos, lloramos y que, al morir, salimos del mundo rodeados de lágrimas. Pero, aun siendo esto gran verdad, nuestros dolores van trenzados con muchas alegrías. Si nos propusiéramos vivir a fondo esas alegrías, si viviéramos las penas desde la esperanza, podríamos decir también que este mundo es un valle de placer.
Creo que Jesús nunca nos pintó un mundo envuelto en tristeza por el que no tenemos más remedio que atravesar. Evidentemente Él pensaba que la gran dicha está al otro lado de la vida, pero nunca negó que aquí en la tierra están las raíces de ese árbol ideal.
«La esperanza» no debe ser una nostalgia romántica que nos conduzca derechos al cielo. Yo me la imagino como una escalera que nos permite alcanzar un lugar espléndido. Mientras subimos por ella, hemos de mirar de vez en cuando a nuestro alrededor para saborear la hermosura que por tantas partes envuelve nuestra escalada.C.96
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