14 de mayo de 1995.
No recuerdo quién cantó a la vejez, solera de la vida, como leña vieja madura para arder, viejo vino para beber, viejos amigos en quien confiar y viejos autores para leer… Seguramente que aquellos eran otros tiempos, ya que en el umbral del siglo XXI no se suelen oír ni leer cosas tan bellas.
¿Por qué nuestra sociedad no ama y valora más a sus viejos? ¿Cómo es posible que, después de haberlo dado todo, muchos abuelos se vean realmente abandonados? ¿Dónde están sus hijos, los que ellos gestaron, cuidaron, educaron y amaron con tanto desvelo? ¿Por qué ese radical e injusto olvido? Ahora se encuentran solos, incluso cuando están con la mirada fija en el televisor hacia el que miran, sin casi ver, a causa de la vista cansada y, más aún, del aburrimiento en el alma. Quizá les interesa más que nada el informe meteorológico y hasta se ocupan de isóbaras, porque los cambios de presión les afectan más que a nadie. Siguen las noticias, aunque estén convencidos de que «siempre dicen lo mismo; siempre son iguales». Ven en silencio los concursos, maravillados de que se puedan ganar tantos millones como por arte de magia, cuando ellos subsisten con ridículas pensiones. A veces se enternecen cuando siguen la historia de una persona mayor que busca a sus hijos o nietos y, aunque intentan conservar su aplomo, no logran impedir que se escape alguna lágrima.
No tienen sitio los viejos en nuestros medios de comunicación. Con sus dedos torpes, con gesto lento, cambian de canal como quien saborea la vida, como quien espera encontrar algo de su propio interior, algo que no está reflejado en la pantalla, algo tan sencillo como «el amor de los demás». C.95.
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