26 de mayo de 1996.
Hoy he tenido la ocasión de leer unos versículos del Libro de Job en los que brilla una de las artes más difíciles, una de las más altas, quizá también la más humilde: la poesía. Job nos introduce en un diálogo conmovedor, lleno de extraordinaria poesía, que describe la búsqueda de «su» Dios:
«¡Quién me diera saber encontrarle, poder llegar a su morada! Si voy hacia el oriente, no está allí; si al occidente, no le advierto. Cuando busco al norte, no aparece y tampoco le veo si vuelvo al mediodía» (Job 23,3 8-9).
Se dice que poesía es comunicación de una forma nueva de comprender la realidad de nuestro mundo. Quizá por eso se muestra siempre tan sigilosa, encerrada en su propio estuche de oro. Es cierto que también hay poesía en la pintura y no menos en la música. Pero hoy quiero referirme ante todo a la poesía que encontramos en el Libro de Job. No es una poesía que podamos sentir en la rima, ni siquiera en las palabras. Está más bien en el estremecimiento que las palabras producen. Como el amor, que está en la caricia, pero no es la caricia. Es la conjunción de una luz que viene de fuera con otra luz que surge de nuestro interior para crear un resplandor doblemente fuerte, doblemente puro.
Junto al poema del Libro de Job he encontrado una flor que algún día se durmió entre las páginas de mi Biblia. Al parecer, nunca termino de curarme del estremecimiento con que la poesía conmueve mi alma.C96
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