18 de mayo de 1997.
«Los días del hombre duran lo que la hierba, florecen como flor del campo, que el viento la roza y ya no existe, su terreno no volverá a verla «.
Cuanto más sencilla es una cosa, tanto mejor. La complicación lo envenena todo. Nos pierde la obsesión de aparentar que somos importantes. Y nos engañamos porque lo que llenará de alegría los recovecos de nuestro ser es ver las cosas como son, disfrutar de lo sencillo, preferir ser amables a ser ilustres, querer a la gente sin preguntarse mucho si lo merece o no. Las personas que llamamos «retorcidas» no solamente sufren pon sus mismos complejos, sino que los cultivan vertiendo su bilis sobre cuanto les rodea.
Un hombre, tan bueno como inculto, tenía que hacer grandes esfuerzos para rezar y por eso echaba mano de un libro de oraciones, que deletreaba más que leía. En una ocasión, al ir a leer una de aquellas oraciones, se dio cuenta de que había extraviado el libro. Una y mil veces intentó recordar alguno de los rezos, pero no le venían ni dos palabras seguidas. Sin darle más vueltas, se decidió a hablar directamente con Dios: «Soy muy distraído y no sé dónde he puesto mi libro. Pero se me ha ocurrido una cosa: como tienes una sabiduría tan grande, yo iré diciendo en voz alta una por una las letras del alfabeto y Tú las irás juntando hasta formar la oración que más te guste».
Ya sé que es muy difícil encontrar a alguien que posea esa sencillez. Escribir sencillamente es una de las cosas más complicadas porque ni se escribe ni se ama ni se trabaja bien sino cuando se hace con «la transparencia del agua clara». A casi nadie le faltan cualidades para sobresalir en algún aspecto de la vida. Pero a casi todos nos sobra orgullo y ganas de aparentar y darse importancia. Y casi todos olvidamos que nuestros días «duran lo que la hierba, florecen como flor del campo». Salmo 103,15. C.97
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