14 de enero de 1996.
¿Qué se necesita para que un día sea inconfundible, distinto de todos los otros que se van amontonando en la niebla de la vida? ¿Es necesario que sea el primero o el último, que se consagren en él el amor o la dicha, inolvidables tanto uno como la otra?
Día tras día esperamos que suceda algo grande, algo que merezca señalar una fecha con tiza, algo que destaquemos en un círculo luminoso entre los días de nuestro mediocre calendario.
Lo más grande que nos sucede y nos sucederá es la vida misma. Sobre ella, como sobre una mesa de cristal transparente, depositamos objetos, posesiones, sentimientos, anhelos, cosas más o menos bellas, pero cosas nuestras al fin. Si nos quitaran la mesa, todo se vendría abajo y se haría añicos.
En la vida, el camino es más valioso que la posada. Quizá el camino y la posada sean la misma cosa; pero nosotros nos esforzamos en conducir la vida, en estrujarla, en hacerla pedazos, en sacarle partido. Procuramos transformarla en instrumento, cuando ella no tiene otro fin que el suyo propio. Somos sus protagonistas, no somos inquilinos continuamente al borde del desahucio ni usuarios siempre en préstamo.
El día importante no es necesario que sea el primero o el último, ni que se consagren en él el amor o la dicha.
Lo único obligado es vivirlo con fuerza, hasta con pasión, para que en sí mismo resulte inconfundible. C96
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