9 de noviembre de 1998.
Entre los juegos que no necesitan compañía, están los puzzles, los «rompecabezas» que decíamos antes. Hoy me he puesto a hacer uno de estos juegos, que representa un paisaje nevado. Por su gran semejanza, resulta difícil identificar cada pieza. Confieso que cuanto más difícil es el juego, más me atrae, pues mientras busco el encuadre de las piezas, mi imaginación vuela hacia otras esferas.
Me parece que he perdido una pieza. De pronto, al ir a buscar el complemento, me he encontrado con un hueco oscuro por el que se ve el fondo de la mesa. Y de repente, sin quererlo me ilusiono con la posibilidad de estar lejos , en aquel lugar del puzzle donde los abetos están semienterrados por la nieve, y colarme en las casas donde imagino personas templándose las manos con el calor que despiden los leños en la chimenea. Hasta logro ver la tarde nublada, sin nadie que transite por las aceras, libres para los sueños de quienes pasan siempre a toda prisa.
Dicen que es adusta la soledad. No lo creo, pues, mientras siga habiendo juegos que no necesitan compañía, podremos refugiarnos en la fantasía…
Vuelve a preocuparme la pieza que falta. Estropea la estética y confunde la vida con ese paraje, dándole un aspecto de «viejo desdentado». Mañana trataré nuevamente de buscarlo. Pero me pregunto: Mañana, cuando la encuentre, ¿encajará en su sitio?
(C.98)
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