Reflexiones de mi Abuela

05 de septiembre de 1999.

Llegó al fin este verano que ahora va concluyendo. El fin de estos dos meses de calor invita a mirar atrás y a mirar dentro de nosotros mismos, buscando algún rescoldo, alguna brasa que late aún entre las cenizas avivada por el aire con aroma de lavanda.

Llegó el verano y disfrutamos de estas vacaciones tan esperadas. Juntos compartimos las dichas y las penas, seguros de que lo que no se comparte casi ni sirve para nada. Aquel calor tan bravo del verano del ’99, que venía para alegrarnos, nos trajo también el dolor amargo, justo en el tránsito del mes de julio al de agosto, uno de esos dolores que provocan sin remedio picor en los ojos y en la garganta. Ella, Isabel, la madre, se fue en el verano.

Cuando me asomé a sus ojos perdidos, ya casi moribundos, tenía la seguridad de que la vida está siempre más allá, sentía la certeza de que Alguien está al otro lado de todo lo que amamos, en ese lugar en el que, infinitamente solos, casi por magia nacemos.

Y vi que, por muy abandonados que estemos, por honda que sea la grieta abierta en nuestro corazón, siempre hay un desconocido invisible que vuelve a encender en nosotros la dicha de vivir. No dudo de que el verano llegó con la sana intención de alegrarnos a todos la vida. Pondré una o dos rosas en un vaso y recordaré tu nombre, Isabel, por toda mi vida.

                                                                                                                                                       (C.99)