18 de enero de 1998.
Borges, el escritor argentino que fue premio Cervantes en 1979, escribió a sus ochenta y cinco años un poema en el que lamentaba no haber sabido de mayor jugar con los niños, no haber viajado más, no haber andado descalzo desde la primavera hasta el otoño. La vida se le iba de entre las manos y lo único que sabía ya es que se estaba muriendo.
Probablemente tampoco nosotros sabemos sacar de la vida las horas ricas, los momentos en que con toda el alma podemos disfrutar de las cosas más sencillas. ¡Cuántas veces dejamos en espera algo importante con la ilusión de un después que nunca llega pues queda colgado en la percha al salir de casa!
El adulto está a la misma distancia de la niñez que de la senectud. Sin embargo, nunca quiere llegar a viejo, prefiere seguir metido en el niño que fue y se abandona en brazos de la infancia, recordando los ratos pasados entre cánticos y voces histriónicas, cuando se asomaba de puntillas, como quien mira a través de una cerradura, al mundo apasionante de los mayores. ¿No se adivina, detrás de esa cara melancólica y barbuda del hombre triste de hoy, al niño que hace tantos años se hizo una foto sentado en su pupitre, con su plumier y su regla, fijos los ojos limpios en el vacío?
En su ancianidad, Borges no supo aprender que aún le quedaba en el corazón un poco de vida para jugar con los niños, que aún tenía fuerzas para correr descalzo hacia el otoño y que podía viajar hacia la fantasía dejando atrás las lamentaciones de su poema.C.98
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