06 de diciembre de 1998.
Me iba a la playa por las tardes, cuando la luz ya palidece y las sombras se alargan sobre la arena en la que las pisadas dejan un fondo de tierra húmeda, encharcada. Daba unos pasos, miraba hacia atrás y caminaba otro poco, con la sensación de estar lejos, como perdida en la tarde sin rumbo.
Aquel hombre que había conocido hacía algún tiempo guardaba en una caja de madera barnizada, como oro en paño, una brújula. Por entonces era yo una niña a la que intrigaba sobremanera aquel «adminículo» cuya utilidad no lograba entender. Había aprendido aquello de Norte-Sur-Este y Oeste y quedaba prendada de aquella aguja temblona cada vez que la tomaba en mi mano, girando y girando hasta caer en la Ene. Me explicó que, si alguna vez me perdía, aquel aparatejo me ayudaría a orientarme, a no perder mi Norte, a recuperar el rumbo que me hubiera trazado.
Cuando la playa se iba quedando vacía a la caída de la tarde, sentía que mi presencia se confundía con la de aquellos trocitos de roca o de conchas que se colaban entre mis dedos. Pero aquel hombre de la brújula me daba seguridad si alguna vez perdiera mi camino. Caminaba otro poco y me alejaba tranquila, como si ya pudiera perderme sin miedo dentro de la tarde. C.98
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