Confesiones

22 de octubre de 1995.

En estos momentos de mi vida estoy presa de una obligación que llega a agobiarme: mi madre está enferma. Se ha vuelto caprichosa. Constantemente reclama mi atención, porque no tolera estar sola. Me he dado cuenta de que la soledad es la mayor de las miserias y de que la mejor medicina para un anciano enfermo es la compañía de unos ojos prontos a sonreír. Para un anciano, como mi madre, nada mejor que dedicarle un rato de conversación, sin prisa, con una gran comprensión para soportar sus rarezas. La mejor medicina son unos ojos prontos a sonreír y, sin embargo, la sonrisa es lo que más la tacañeo. Cuánto más cómodo me sería comprarle un regalo que ofrecerle media hora de amistad. San Vicente de Paúl decía que dar algo sin sonrisa y sin amor ofende y no cabe en el corazón de Dios.

El tiempo va borrando todo lo que un día fue mi madre para mí. Era diligente y activa. Siempre que la llamaba, acudía presurosa, tan rápida como yo quería. La he llamado infinidad de veces para todo y para nada. Para que me encontrara las llaves o la pluma extraviada. Después de hacer lo que yo misma hubiera podido conseguir, con un poco más de perseverancia, estaba siempre dispuesta a charlar contando infinidad de historias de otros tiempos que fueron suyos. Ahora permanece sentada, seria, sin apenas hablar. No me habla más que de su enfermedad. No hace más que lamentar su soledad. Ésta es la nueva vida que me ha tocado. Y me agobia. Me siento presa de una obligación que mi madre jamás me advirtió que un día habría de llegar.C.95

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: