17 de septiembre de 1995.
Al asomarme hoy a la ventana, me ha asaltado una gran tristeza: el cielo estaba sombrío como si se hubiera apagado la vida. Con el cambio de tiempo, cambia también nuestro modo de sentirnos ante un nuevo día. Nuestro estado de ánimo no depende sólo de nosotros. Cambiamos con el tiempo, mientras que la naturaleza sufre inalterada las variaciones que a nosotros nos descontrolan. Un árbol, desde que brota hasta que muere, parece impasible, inmóvil en el mismo sitio. Con las raíces se acerca al corazón de la tierra. Con su copa se aproxima al cielo. Por su interior, la savia sube y baja, haciendo que el árbol se extienda o se retraiga según la luz del día. Día tras día, el árbol aguanta el calor del sol, él tránsito de una estación a otra, la caída de sus hojas que en cada otoño le aproxima a su muerte.
¡Quién pudiera alcanzar la misma indiferencia en tan serena quietud! ¿Quién me ayudaría a apartar al menos por un instante los recuerdos que turban mi paz? La memoria funciona como un congelador. Cuando sacas algún alimento conservado largo tiempo, al principio está rígido como una baldosa. Recubierto de una pátina blanca, carece de olor y sabor. Al descongelarlo, va recobrando poco a poco su color y su forma. De modo parecido, los recuerdos tristes dormitan en alguna de las innumerables cavernas de nuestra memoria. Se mantienen allí durante años, toda una vida, hasta que de pronto vuelven a la superficie y hacen revivir el dolor intenso y punzante de la primera vez, hace ya tanto tiempo.
Solamente si tenemos a nuestro lado el fuego del amor y la mano que nos ayude a derretir ese dolor, seremos capaces de olvidar la tristeza y hacer que el recuerdo vuelva de nuevo a hundirse en la memoria. Quizá por eso el logro de la quietud y de la felicidad interior no dependen sólo de nosotros.C.95
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