12 de abril de 1987.
Comúnmente nos hemos acostumbrado a considerar como madurez en el hombre lo que en realidad es sólo resignada sensatez. Cada uno de nosotros se va adaptando a un modelo impuesto por los demás. Vamos renunciando poco a poco a las ideas y convicciones que en la juventud nos hicieron llagas… Creíamos en el triunfo que la verdad lleva consigo, pero vamos dejando de creer. Habíamos creído en el hombre, pero ya nos dejó en el pozo de la incredulidad. Creíamos en las buenas obras y en el bien, pero ya no creemos tanto. Luchábamos por la justicia pero ya hemos abandonado. Éramos capaces de entusiasmarnos, pero ya no lo conseguimos.
Para poder navegar mejor entre los peligros y tormentas de la vida, nos hemos visto obligados a “achicar” nuestra embarcación. Y hemos tenido que ir arrojando por la borda gran cantidad de bienes que nos han parecido innecesarios. Pero eran justamente nuestras provisiones y las reservas de agua. Ahora nos encontramos navegando, sin duda alguna, con mayor agilidad y con menos peso, pero nos morimos de hambre y sed…
¿Acaso veis en estas palabras el retrato exacto de ciertas vidas?
Me gustaría haceros reflexionar un poco en unos momentos de recogimiento:
¿Es cierto que creer es tan terrible? ¿Que vivir es ir abandonando?
¿Que la madurez es simple resignación?
¿Qué queda de nuestra juventud? ¿Con qué materiales vamos a tapar los huecos del alma en los que moran la esperanza, las ilusiones, el entusiasmo?
¿Los taponaremos con placeres y dinero? C.87
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