Reflexiones de mi Abuela

04 de diciembre de 1994.

Conservo una fotografía que me regaló un amigo, de esos que van siempre con la cámara, atentos a toda ocasión que salte para plasmarla con su objetivo. Se acercaba la tormenta a aquel hermoso valle en que se encontraba. Sentía el aire cargado que ponía su cabeza a punto casi de explotar. De pronto estalló el rayo y él, con su gran maestría, disparó la cámara, estampando aquel instante en la fotografía que ahora tengo delante de mí. El fotógrafo me recordaba que, después de aquel momento, pudo respirar tranquilo, ya que el ambiente se purificó y desapareció la opresión de angustia.

Cuando empieza a rondarnos una grave adversidad, experimentamos algo parecido a lo que mi amigo sintió ante la tormenta. Hace poco he sentido ese mismo agobio, desde que una gran amiga empezó a padecer una ingrata enfermedad. Poco a poco, su “’cielo” se fue nublando y todos presentíamos que una tormenta haría estallar el rayo que iba a fulminar su vida. Aunque ella rehuía sus ojos profundos, la muerte la estaba mirando. El aire empezó a enrarecerse, hasta que ya no pudo respirar y mi amiga tuvo que rendirse a su poder. Nuestro valle se oscureció, en la hora de la separación.

Llegó el momento de los recuerdos, de la vida que se detiene, del amor que quizá llegaba ya tarde para poderlo expresar. Fue la hora de pedir a Dios el consuelo para que la pena que sentimos no destrozara el corazón. Habíamos descubierto un brillante de rocío que no fuimos capaces de recoger, pero también fue hora de respirar hondo, con los ojos aún húmedos por el llanto, porque la tormenta había pasado y porque sabíamos que su alma había alcanzado la paz, la misma paz que ella deja tras de sí en el valle al irse alejando.C.94