14 de febrero de 1993.
Se habla en estos días de todo, menos de lo esencial. Nos inundan las noticias, los gritos de la gente, los anuncios pegados por las paredes de nuestras calles. Pero nadie habla de lo que es verdaderamente importante, de las cosas que en realidad alimentan y sostienen la vida del alma.
Hoy he visto en un árbol un corazón dibujado con tiza. Y a cada lado escritas dos iniciales. En ese corazón, trazado con tiza blanca, he encontrado todo lo que mantiene nuestra vida desde el primer momento en que abrimos nuestros ojos al mundo: el AMOR. Ante este sentimiento ha surgido una especie de respeto humano, de pudor. Y el resultado final es el silencio sobre las cosas que todos reconocemos que son las que indiscutiblemente más importan. ¿Cuántas veces escuchamos hablar a un marido de lo que ama a su mujer, de lo que estaría dispuesto a hacer por sus hijos? Tienen que ocurrir grandes tragedias para que esos temas suban a la boca. Lo mismo ocurre con los jóvenes, que nunca cuentan qué es lo que de verdad sostiene su vida, cuáles son sus ilusiones y sus ideales.
Se habla quizá de la última película que se ha visto, pero no de lo que ilumina nuestra existencia. ¿Por qué ocurre todo esto? ¿Qué es lo que atenaza la garganta para que no sepamos proferir palabras que alegren la vida del que ama? Ese “monstruo” que nos impide expresarnos libremente sobre lo que esperamos de quienes viven a nuestro lado, es «el qué dirán». Existe en nuestros contemporáneos -con algunas excepciones- una especie de obsesión por ser como todos, por no ser considerado como un bicho raro. El que se cree maduro ya no es capaz de pintar corazones en la pared o en los árboles con la tiza que nos llevábamos en el bolsillo al salir del colegio. Por eso tampoco hemos vuelto a escribir en nuestro interior el nombre de las personas que amamos.
Lo malo de esto es que todo lo que no se participa, las cosas que no se conviven, se van muriendo y desaparecen de nuestra conciencia, primero, y del alma, después. Se empieza por frivolizar las conversaciones, luego se vulgariza nuestro entorno y finalmente se queda vacío y se nos seca el corazón. Pienso que habrá que cambiar “algo”, antes de que se nos muera del todo. C.93
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