01 de noviembre de 1993.
Ahora que tanto se adora a la juventud, parece que los viejos están de más y hasta parece que algunos les echan en cara el no haber desaparecido a tiempo. Por fortuna, no todos piensan así, ya que la ancianidad hay que considerarla como una etapa más en nuestra vida, un tiempo que se puede llenar de sentido y de positividad, como cualquier otro.
Imagino al anciano sentado ante una gran mesa en la que, al lado derecho, hay un montón enorme de papeles bajo un título que dice: RECUERDOS. Y al lado izquierdo, otro montón más pequeño de sobres y folios, bajo el título: COSAS POR RESOLVER. Es normal que la persona que se siente disminuida dé más importancia a sus tiempos pasados que a lo que tiene por delante. El día en que comenzamos a mirar más hacia atrás que hacia adelante, estamos demostrando que interiormente nos ha ganado la convicción de que nuestra misión en el mundo está a punto de concluir.
Adelantar ese momento es como acelerar la peor jubilación. Nos mantenemos realmente vivos mientras conservamos las ilusiones despiertas. Es triste que muchos ancianos les den la razón a quienes nos les aceptan fácilmente, porque ellos mismos no demuestran otra ilusión que la de “’ir tirando”. ¿Tirando qué? Tirando la propia vida.
La medicina moderna se ha preocupado de prolongar nuestra vida. ¿Nos preocupamos igualmente de que esa prolongación temporal sea vivida gozosamente? No basta con añadir años a la vida. Más decisivo es añadir vida a los años que vamos sumando. Si no apostamos por una vida más plena, ¿qué interés puede tener para nosotros franquear airosamente los umbrales de la ancianidad?C.93
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