08 de mayo de 1994.
Aún no he amado suficientemente la vida. Me doy cuenta al escuchar a un alumno, que pertenece a una orquesta de jóvenes artistas escogidos de todo el mundo, narrar sus experiencias durante los ensayos en Salzau, un pueblo de Alemania, a orillas de un gran lago.
“Nuestro primer trabajo -cuenta el artista- era La consagración de la Primavera, de Strawinsky. Nos iba a dirigir el gran Leonard Bernstein. Nos encontrábamos fuera de casa; pero ya se habían encargado nuestros organizadores de poner las banderas que representaban al país al que cada uno de nosotros pertenecía: Francia, Italia, España, Inglaterra, China, México, etc. El día que llegamos, cada uno de nosotros, al ver izar nuestra bandera, experimentamos un cúmulo de sensaciones que no se pueden explicar”.
“Cuando tenía dieciséis años -sigue diciendo el artista- no sentía ninguna afición por la música clásica. Me habían regalado un violín, cuando cumplí seis años y estuve llorando delante de mi regalo durante horas, pues en el fondo sabía que aquel instrumento me iba a suponer un estudio diario considerable. Hoy me encuentro en una orquesta dirigida por Leonard Bernstein y me alegro de no haber abandonado mi carrera”.
“Durante una semana estuvimos encerrados en un granero que habían adaptado para que la acústica resultara perfecta. Nerviosos, ensayo tras ensayo, logramos que la obra estuviera lista para el día cumbre. Bernstein nos describía con tal entusiasmo la primavera que nos transmitía hasta el fondo del cerebro el sentirnos inmersos en la tierra. Vivimos la obra con el instrumento y hasta creíamos abrazar el suelo y escuchar la hierba. Hacía que nos enamoráramos de los árboles, de la naturaleza que explotaba en todo su esplendor en torno a nosotros”.
Oyendo hablar a este adolescente, pensaba que amar la vida con todas sus sensaciones es algo que sólo Dios puede poner en nuestros sentidos. C.94
Reflexiones de mi Abuela 
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