El almacén de Dios

03 de julio de 1994.

 Todo lo cotidiano llega a hacerse monótono y muchas veces sentimos ganas de tirar la toalla, por el desencanto de tener que repetir día a día la misma tarea. En la dulce penumbra del «atardecer» vuelve con frecuencia la pregunta de por qué hemos de sufrir por todo y protestar por lo que nos toca vivir.

Si tuviéramos esperanza, estaríamos alegres y no pondríamos esa cara tan particular, entre la pena y el aburrimiento. Pero, ¡es tan crudo el tiempo que tiene que pasar hasta que renace la esperanza! Mientras pasa el viento, les adeudo la paciencia a mis amigos, la ternura a mis allegados, la condescendencia a los que a diario me soportan.

Me gusta soñar que Dios tiene un almacén donde guarda las almas y también las faltas que cometemos. Las va apilando hasta que, cuando ya no caben más en su mano, sopla para que se pierdan en la eternidad.

Un día  le puse tras mi frente y aún continúa ahí ¿Qué tiene que tanto amor prodiga? ¿Por qué he de seguir sufriendo, si ya he aprendido a decir Belleza, Luz, Amor, Dios? ¿Servirán de algo esas palabras cuando al morir mi boca se cubra con una paletada de tierra? Creo que no todo terminará allí. Creo que estoy aquí en el mundo para irme y volver mil veces con el viento. Para ir creando mi gloria poco a poco entre el llanto y el tedio. Por eso no me inquieta que en la dulce penumbra del «atardecer» vuelva siempre de nuevo la pregunta que casi todos nos hacemos. C.30

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