27 de septiembre de 1992.
Se extingue el verano con esa cristalina palidez con la que se ahoga un piano o se escucha la última nota del beso. Como un arpa cuyo eco se va hundiendo en el tiempo. No sé si Dios lo sacó de su frente o si brotó en el pecho del primer hombre. Pero ya está aquí, como un anticipo del invierno que se aproxima. Ya está aquí el nuevo otoño.
Por estas fechas casi siempre me tienta la idea de hablar del otoño, esa estación misteriosa que influye en nosotros, como si detrás de una zambullida en agua fría viniera el sopor que produce la cálida toalla en la que envuelves tu cuerpo.
-“Es tiempo de sembrar”, dice el hombre del campo. Pero ¿qué vamos a sembrar este año? Me gustaría sembrar destellos de luz para que nunca se afirmaran las sombras. Quisiera sembrar un oficio que nos enseñe a ser personas. Porque eso es lo que importa a seres débiles como nosotros, desnudos bajo la noche, con nuestra tragedia a cuestas, siempre ante la pregunta de quiénes somos, sin que nadie, ni siquiera el viento que estos días silba con más fuerza, nos dé una respuesta.
Sembraría también lágrimas en los ojos de los que saben compadecerse de sus hermanos y permanecen impertérritos ante la desgracia sin que de sus labios salga una palabra de consuelo. Y también esparciría sobre grandes extensiones de tierra las semillas del trigo que luego pudieran calmar el hambre de tantos.
Finalmente enterraría bien honda la sangre que tan fácilmente derraman los que no saben tener piedad de sus víctimas. Y luego echaría el mantillo para cubrir toda la tierra. Y me sentaría, con mi confianza puesta en Dios, de que no tardando, pacientemente, volverán a madurar los buenos frutos. C92
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