24 de noviembre de 1991.
Hace poco me asomé a la ventana de un alto edificio y recorrí con mi vista un panorama para mí poco habitual, ya que vivo en un chalet de una planta, en el campo. A lo lejos divisaba cúpulas de iglesias, casas altas y bajas, coches y autobuses que iban y venían. Pensé que alrededor de cada iglesia, dentro de cada casa y viajando dentro de esos coches y autobuses, había gente feliz y gente que sufre. Seguramente entre ellos había ancianos solitarios, parejas de jóvenes a los que la risa no se les acaba nunca. También gente amargada o quizá pisoteada. Pedía a Dios que bendijera su felicidad o que mitigara su dolor.
¿Habéis intentado amar a las personas que no conocéis? Amar a las personas conocidas es algo relativamente fácil. Se las ve, se las conoce, se han compartido sus dolores y alegrías. Podemos esperar de ellos que, cuando lo necesitemos, seremos correspondidos con un cariño semejante. Es como un “amor de ida y vuelta”.
Pero, ¿cómo amar a los que no conocemos? Amar a los que no conocemos es algo así como la fe: un amor que va pero no tiene vuelta. Hace falta mucha generosidad y una victoria grande sobre el egoísmo para amar así. Verdadero amor es el que sale del alma como la respiración de la boca. Esto solamente se consigue cuando dejamos a un lado nuestras preocupaciones personales, cuando nos asomamos a la ventana de nuestra alma para salir de nosotros mismos y aprender a descubrir que en torno a cada casa , a cada lugar , en cada calle , en cada iglesia y dentro de cada coche que va y viene, hay gente que sufre y gente que es feliz y que tanto unos como otros son hermanos nuestros.C.30
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