09 de junio de 1991.
Los vencejos son pájaros parecidos a las golondrinas, de cola larga y ahorquillada y plumaje blanco en la garganta, negro, en el resto del cuerpo.
En mis últimas vacaciones pasé unos días en la montaña junto a un monasterio de monjas cistercienses. Era tan grande la paz que allí reinaba que llegué a pedirle a Dios que me pusiera en sus brazos contemplando los vencejos y oyendo las campanas del atardecer. ¡Era una bonita manera de alcanzar la eternidad!
Hay veces que el tiempo pasa rápida y gozosamente y el valor de una hora se queda reducido a un espacio mínimo en el que apenas nos queda lugar para mantener conciencia de nosotros mismos. Los vencejos enloquecen al anochecer. Giran y chillan, suben y bajan como si quisieran cortar en rebanadas el cielo, ¿Por qué gritan? Contemplándolos he pensado que tienen terror a que la luz del día se marche para no volver nunca, como si cada Jornada fuera la última en el ciclo de su vida.
En aquella serenidad del espíritu evocaba el bullicio que a la misma hora habría en las playas y en esos apartamentos, en los que se vive apiñado, durante los meses de verano. Tengo grabado el sonido de las campanas que resonaban en aquel divino valle. Cuando me encuentro de nuevo en la ciudad entre la asfixia de los motores y el claxon de los coches, cierro los ojos y vuelvo a aquellos momentos del verano, cuando los montes se vestían de verde oscuro en esa hora de vísperas en la que parece más honda el sentir con uno mismo.
¿Por qué seremos tan necios que presumimos de civilizados? ¿Por qué olvidamos como ciegos la belleza del mundo y el encanto de lo creado a nuestra medida? C.91
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