Parábola…

10 de julio de 1988.

Un hombre visitó un monasterio construido según la vieja tradición: sobre un bellísimo claustro central se abrían iguales las puertas de las celdas de los monjes. Se distinguían así unas de otras por el nombre de un santo diferente sobre cada dintel.

Le condujeron a una de las celdas en las que debía vivir durante su permanencia en el monasterio. Cuando, al llegar la noche, cada monje se recluyó en su celda, el visitante, no pudiendo conciliar el sueño, se decidió a pasear un rato por el claustro. Entre las tinieblas de una noche cerrada, se sentía feliz gozando de aquel sereno silencio que embargaba su corazón.

Cuando al final, dominado por el sueño, decidió volver a su celda, se encontró con que no podía distinguir cuál era la suya, al ser todas las celdas idénticas. No tuvo más remedio que esperar la luz del alba para poder distinguir su puerta de las demás. Entonces se dio cuenta de que había pasada por delante de ella docenas de veces sin lograr identificarla. Al fin la tenía ante sus ojos, gracias a la luz.

Esto es lo que nos sucede a nosotros cuando intentamos descubrir la verdad. Vivimos envueltos en la noche, dando vueltas y vueltas. Sólo la llegada de la luz podrá ayudarnos. Podemos pasar una y más veces ante la puerta que encierra nuestra dicha, pero no logramos verla. No es que la felicidad esté lejos o escondida. Es que, mientras giramos, no logramos distinguirla, cegados por nuestra noche o sumidos en el aburrimiento.

(C.88)

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