Vivir con resiliencia

10 de junio de 1990.

¿Por qué será que el dolor, que purifica, eleva y sostiene a tantas personas, amarga y destruye a otras? Estas dos respuestas son corrientes. Basta observar a tu alrededor o visitar un hospital para descubrir que, mientras hay quienes con la adversidad mejoran, como el vino viejo, otros dejan que su alma se eche a perder, ¿De qué depende esta diferente respuesta? ¿De la cantidad de dolor? ¿De saber encontrar o no un sentido a la adversidad?

Desde Marco Aurelio, el gran filósofo del estoicismo, hasta nuestros días la literatura está llena de frases que engrandecen el sufrimiento: “sufrir con grandeza de ánimo es una dicha”, “el dolor es el gran maestro de la humanidad”… Yo me atrevería a decir que el hecho de que el dolor se vuelva constructivo o destructivo depende mucho más que de la “cantidad” del dolor sufrido, de la “calidad” del alma que lo sufre, de la postura espiritual con la que recibimos la visita del dolor.

Si me llegara una ola capaz de derribarme, me agacharía un momento, esperando a que pasase, y de nuevo me levantaría, sin preocuparme de que detrás puede venir otra mayor. Cuando llegue el único dolor que no podré vencer, el de la muerte, necesito encontrarme plena de vida para poner en juego toda la “calidad”’ del alma.

(C.90)

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