¿Conciencia o conveniencia?

30 de abril de 1989.

Imaginaros por un momento que no hubiera un espejo donde se reflejara nuestro rostro cada mañana: la imagen de nuestra vida podría ser una imagen fantasmal. El espejo nos descubre el rictus de nuestra boca, la intensidad de nuestra mirada y hasta llega a reflejar la imagen interna de tristeza o de alegría y nos alerta sobre el paso del tiempo que va cambiando nuestro pelo en ceniza.

¿Será posible inventar un espejo para el alma? ¿Qué pasaría si cada mañana al levantamos ese espejo reflejara en su lámina de azogue todas las frustraciones y amarguras del día de ayer? ¿Quién se atrevería a mirarse en él si al fondo de nuestros ojos percibiera visiblemente nuestro egoísmo? ¿Qué pasaría si nuestros labios reflejaran el color de nuestros odios?

No existen esos espejos para el alma. Es nuestra conciencia la que ejerce esa función de reflejar nuestro estado moral. Pero, ¿cuántos llevan años y años sin mirarse en ese espejo? Algunos han llegado incluso a cambiar la conciencia por la conveniencia. Y entonces la conciencia actúa como espejo deformante que no muestra lo que realmente somos sino lo que a nosotros nos apetece ver. Al cambiar la conciencia por la fantasía y por el capricho de nuestra imagen, caemos en el peor engaño, que es pretender engañarnos a nosotros mismos.

Mirarse en el espejo es un ejercicio de dolorosa sinceridad. Siempre nos encontraremos menos hermosos de lo que nos apetecería ser. Pero es un ejercido saludable pues nos libra del autoengaño. Solamente mirando de frente al espejo de nuestra conciencia podremos saber con qué facilidad va envejeciendo y endureciéndose nuestro corazón.

(C.89)

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