Reflexiones de mi Abuela

04 de diciembre de 1988.

Cuando atravesábamos esa edad prodigiosa de la adolescencia, nos hicieron creer que en la vida hay que tener un “ideal”, que hay cosas por las que merece la pena luchar.

Quizá nos pintaron demasiadas luces, pero al menos consiguieron que nos acostumbráramos a mirar hacia arriba. Seguramente que también debieron explicarnos que la realidad es cruel, que la mayoría de los ideales pueden venirse abajo y que en la vida hemos de sufrir duros golpes.

Hoy parece que pasa al revés. ¿Dónde están los adultos, padres o maestros, que puedan trasmitir sus ilusiones? ¿No se encuentran los jóvenes con una generación de llorones? Es cierto que nuestro planeta no está para muchas alegrías. Desde que nos levantamos, la radio y el periódico nos pintan infinidad de calamidades. Se hablan pestes del vecino, de los políticos, de quien sea… Cuando llegamos por la noche a casa, hasta te maravillas de que al abrir el grifo salga agua en lugar de vinagre.

Si nos empeñamos en ver el horizonte tan nublado, ya no hemos de quejarnos de que los jóvenes gasten su vida lo más ruidosamente que puedan y sepan. Si nos empeñáramos en enseñarles a “volar” y a cuidar sus alas, no sólo las del momento sino con varios equipos de repuesto, si fallara uno, siempre se podría echar mano de otro.

Si los jóvenes aprendiesen a volar, si todos alimentasen sus ganas de ser alguien y de mejorar el mundo, ya podrían venir ríos de droga que ellos seguirían creyendo en ellos mismos y en el sentido de su lucha. Los que se dejan atrapar por el hastío y por la droga, es porque previamente habían amarrado a tierra su alma. Hace falta siempre un cazador de primera para apuntar a los pájaros que vuelan más alto.

(C.88)