24 de abril de 1988.
“Tengo otras ovejas que no son de este redil. Y es necesario que yo las guíe también; y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor”.
El hombre, por naturaleza, se siente atraído por Dios. Si no experimenta esta atracción, es porque algo lo impide, algo no funciona correctamente en nosotros.
Cuando no se siente esa atracción es porque en el hombre y Dios se interpone un obstáculo: pueden ser las riquezas, o el amor endiosado a nosotros mismos, o las malas acciones que no nos dejan acercamos abiertamente a Él.
Estamos hechos para amar. El amor le brota a la persona humana de su misma naturaleza, siempre que razones externas o internas no lo impidan. Odiar es lo extraño. Amar es lo natural. ¿Por qué, pues, tenemos que hacer tantas veces un esfuerzo para amar?
En primer lugar, porque entre Dios y nosotros, entre el prójimo y nosotros, se interpone esa barrera heladora del egoísmo.
En segundo lugar, porque tendemos a supervaloramos a nosotros mismos: en quien se considera superior a todos, no puede brotar el amor, que es dependencia de la respuesta de los demás,
Hay una tercera razón: la excesiva distancia que establecemos entre unos y otros. No nos conocemos, ni nos vemos.
Solamente cuando se esté cerca de alguien, se puede realmente amar. Porque sólo de cerca se puede conocer. La imagen del Pastor que conoce a las suyas y las ama nos descubre ese amor real, no metafórico.
“Conocer” es abrazar plenamente al otro, aceptarlo, integrarlo en la propia vida.
(C.88)
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