08 de mayo de 1988.
Sí me atreviera a pedirle a Dios un milagro, le pediría que me dejase ver las cosas como Él las ve, desde la distancia de quien entiende todo, de quien ve el valor y las auténticas dimensiones de cada cosa.
¡Qué distinta sería mi vida! En toda vida humana hay un momento en el que le damos la vuelta a los prismáticos y todo aquello que visto con cristales de aumento nos parecía enorme y muy cercano, de repente se aleja, se hace diminuto y distante al invertir los cristales.
Esa vuelta a los gemelos se produce cuando nos llega un gran dolor o cuando se descubre un gran amor. Todo gira, los valores se reajustan. Aunque la realidad sigue siendo la misma, las medidas son lo contrario de lo que eran.
Así cambió mi mundo cuando mi padre se puso seriamente enfermo. Desde aquel momento sólo contaba la lucha por la vida y la felicidad de aquel enfermo. Era feliz viéndole sonreír. A su lado dejé de tener prisas. Cuando por la noche regresaba a mi casa, “sin haber hecho nada”, me sentía llena y feliz.
En aquella época volví mis prismáticos del revés y de repente el cristal de aumento de mi corazón hizo que todo lo demás se volviera pequeñito y lejano: secundarísimo.
Sé que un día me arrepentiré de millones de cosas, pero nunca me arrepentiré de aquellas horas perdidas cuando charlábamos de nada, cuando le veía feliz estando a su lado.
Dad la vuelta alguna vez a vuestros prismáticos. Veréis cómo llegáis a descubrir lo que, acostumbrados a la rutina de la vida, no alcanzabais ni a sospechar.
(C.88)
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