28 de diciembre de 1986.
Cantamos, rezamos. La luz de la iglesia junto con el aroma incienso que ofrecíamos, nos alegraba el corazón.
Hacía poco que habías nacido y nos mirabas desde la cuna, satisfecho de vernos unidos, alegre de sentirnos a tu lado confiados, sin pensar en nuestros odios, amándonos como amigos y hermanos…
Te veíamos como una estrella cuyos destellos nos deslumbran. Tirabas de nosotros asomándonos al abismo de la trascendencia por encima de los montes, sin miedo a caer. Estábamos tan seguros contigo.
Y salimos de la iglesia, de puntillas. Te dejamos dormido con la paz en tu semblante.
Alguien susurró: ¡Amigos!, dejad las armas que le podéis despertar…
(C.86)
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