30 de junio de 1985.
Hoy, llorando la ausencia de mi madre, he buscado la estrella que tuviera más brillo.
Cuántas veces le preguntaba de qué manera se puede mantener ese esplendor maravilloso que envuelve a la madre según va avanzando en la vida. Siempre me contestaba que con las buenas acciones. Esto mismo, que parece tan sencillo, hasta pueril, es lo que he meditado cuando la contemplé estática y yerta.
¿Quién es capaz de conservar las cosas bellas y pulir con esmero lo que cae en las manos a fin de ofrecernos lo limpio y transparente? Sólo las madres pueden transformar lo que en principio era algo sucio o indiferente.
Sólo ellas, porque cuando Dios hizo los cielos, repartió las estrellas que tenía entre todas las madres y les hizo prometer que siempre las mantendrían brillantes para que desde la tierra pudiésemos mirarlas siempre con amor.
(C.85)
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