Transformémonos…

16 de junio de 1985.

Hay tantas voces altas que no se sabe uno cuál va a coger.

Todos gritan para que se les oiga sin oír lo que dicen los demás. Y es tal el alboroto que se origina que es imposible quedarse con algo concreto.

Por un lado gritan los jóvenes exigiendo sus derechos. Los menos jóvenes protestan porque aquellos no les escuchan. Y los de la vejez sórdida con el pelo apagado, se destrozan la garganta pidiendo ayuda.

Sería necesaria una gigantesca batuta para dirigir todo este concierto desconcertado y, con el aire pausado del compás, ir poniendo matices en los diferentes sonidos. Entonces descubriríamos a nuestro alrededor valores incalculables y llegaríamos a comprender todo este galimatías en que se ha convertido el mundo, el dichoso mundo ruidoso y extravagante.

Es posible que los únicos que se salven de este confusionismo sean los niños.

Los niños con su rica fantasía transforman a los adultos y no tienen en cuenta sus voces más o menos altas. Sólo se quedan con sus gestos y sus ademanes. Por eso quizá, nos hace gracia vernos reflejados en sus pequeños cuerpecillos.

Ellos nos recuerdan que un día fuimos amigos de nuestros amigos. Nos recuerdan que confiábamos en nuestros padres y, sobre todo, su sonrisa nos hace ver lo que tiene la vida de belleza sin otro contenido que vivirla escuchando y compartiendo los problemas de unos y otros sin empeñarnos en ser oídos.

(C.85)

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