02 de diciembre de 1984
Para muchos ancianos es triste envejecer. Recuerdan constantemente lo que eran capaces de hacer en sus años “mozos”, cuando su cuerpo respondía a trabajos que ahora serían imposibles de llevar a cabo. A veces convierten en obsesión su ancianidad.
Estamos de acuerdo en que las fuerzas físicas disminuyen. El cuerpo va adaptándose a cada época de la vida. Tratar de luchar contra ello y entristecerse, no conduce más que a contemplar una estampa grotesca. Hay que gritar que la ancianidad no es ni una espera final ni una muerte. No hay que considerar la jubilación como un certificado de defunción social.
Si se vive desde la fe, la jubilación debe ser alegría, ya que en ese momento en que acaba la tarea que, se le ha impuesto durante la vida, el individuo puede ponerse ante Dios extendiendo sus manos surcadas y limpias.
(C.84)
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