27 de febrero de 1983
Habían pasado los cuarenta días y cuarenta noches de la tentación. Jesús podía haber ido a Jerusalén y hacerse sacerdote: era un camino seguro para adquirir cierta categoría. O bien podía haber buscado el caudillaje político. Había muchos descontentos, y Él conocía perfectamente a los labradores y a los artesanos. Le hubieran escuchado sin duda alguna.
Pero Jesús volvió de desierto con la convicción de que tenía que seguir otro camino. Su autoridad emanaba, no de una categoría exterior, sino de una convicción interna: tenía en orden su morada espiritual y sabía plenamente lo que se traía entre manos.
La mayoría de nosotros vagamos por el mundo en constante lucha interior contra nosotros mismos. Continuamente dudamos de si el trabajo que ejercemos es el que realmente nos conviene o de si las cosas que nos ocupan son tan importantes como nosotros creemos. Sin saberlo, estamos esperando una voz que nos diga: “Yo poseo la verdad”.
Jesús tenía esa suprema cualidad de la convicción. Por eso, hasta los más seguros de ellos mismos notaban su magnetismo. Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, que le habían acompañado, cayeron sobre su rostro y quedaron poseídos de un gran espanto… Jesús les tocó y les calmó. Les recomendó el silencio hasta que el Hijo del Hombre hubiera resucitado.
(C.83)
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