21 de noviembre de 1976
No deberíamos dejar pasar este mes de noviembre sin pensar en las almas, que con su silencio inmenso de tumba, esperan nuestras plegarias. Acordémonos de ellas y meditemos sobre la muerte que cada vez está más cerca.
Sí, meditemos; también es un arte meditar por el cual muchos emprendemos la más emocionante aventura, un viaje interior que nos lleva a mundos desconocidos.
El arte de la meditación tiene, en nuestra cultura, más hondas raíces de lo que creemos; en tan antiguo y universal como el mismo hombre. Alguien lo definió como la manera de llegar a conocer la naturaleza esencial de las cosas.
Con este acto, llegamos a conocernos a nosotros mismos y de este modo conocemos también a los demás. No es la isla desierta ni la muerte lo que nos separa de las personas que amamos; es la selva de nuestra mente, el desierto del corazón por los que nos aventuramos y donde nos extraviamos.
Un filósofo de la antigüedad, Plotino, escribió: “Hay siempre en el alma humana una luminosidad sin sombra alguna, como la luz de una linterna que brilla en medio de la tempestad”.
Meditar sirve para descubrir nuestros sueños perdidos, volvemos a vivir con los que se fueron. En una palabra, recuperamos muchos detalles olvidados. Y así como la meditación puede despertar nuestra conciencia del mundo que nos rodea, un paso más bastará para que nos lleve a la frontera de ese mundo invisible que nos persigue como el perfume de una rosa invisible. Nos lleva a creer que el reino celestial está realmente en nosotros y que existe una relación entre nuestra mente y la fuerza que rige el universo.
Cuando la meditación nos sitúa al borde de este mundo, se hermana con la oración. Oremos entonces y roguemos por los que en una época nos acompañaron…
(C.76)
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